
A veces la vida te hace sentir quebrada. Como si cada parte de ti se hubiera desordenado. Y no importa cuánto intentes, pareciera que ya nada queda igual. Aunque no estás rota. Estás en transformación. Y eso, aunque hoy duela, es un regalo disfrazado de caos.

Las mujeres, por cultura, han sido educadas a sostener y soportar todo. La casa, los hijos, la pareja, el trabajo, las emociones de otros… y cuando algo se cae, lo primero que pensamos es:
¿Qué hice mal?
Vives con esa carga de culpa que no te deja ver que muchas veces lo que se rompe no es una falla, sino una oportunidad para reconstruirte con más verdad.

Transformarse no es un acto romántico. Es doloroso. A veces silencioso. Nadie te aplaude cuando lloras sola o cuando decides levantarte sin que nadie lo sepa. Pero ahí, justo ahí, es donde nace la verdadera fuerza. Esa que no se compra, ni se finge. La que solo tienen las que han tocado fondo y decidieron usar ese fondo como trampolín.
Las cicatrices no son señal de debilidad, sino de que te atreviste. Que te metiste en la tormenta y saliste de ella. No igual. Mejor. Más tú. Más libre. Porque cuando una mujer se transforma, no vuelve a encajar en lo que antes le quedaba pequeño. Ni en relaciones que no la valoran. Ni en trabajos que no la hacen crecer. Ni en hábitos que la apagan.
Si estás pasando por un momento difícil, no corras a pegar lo que se rompió.
Escucha… Observa… Aprende…

Quizá eso que hoy se cayó, necesitaba caerse para dejar espacio a lo nuevo. A lo real. A lo tuyo.
¡Recuerda! No estás rota. Estás en transformación.

Y eso, es el inicio de tu nueva libertad.