Un día, hace muchos años, descubrí con gran alegría que tenía un caballo. Era un hermoso potrito, tordillo y rodado; apenas podía sostenerse en sus delgadas y frágiles patas, lo que lo hacía ver torpe y desproporcionado, sin que esto le quitara la ternura que causaba.
Pasaron los años y se convirtió en un potro. En ese tiempo su estampa cambió, ya se veía proporcionado y seguro al controlar sus movimientos, que le permitían retozar y galopar con alegría por el campo, disfrutándolo intensamente.
Un día alguien me comentó: “ese potro tiene buena estampa, será un buen animal, y sería un desperdicio que pasara su vida corriendo por el campo. Tienes que domarlo, acostumbrarlo a la silla y a la rienda.” Orgulloso de mi potro, eso hice. Lo domé, lo acostumbré a la silla y a la rienda.
El tiempo siguió pasando y mi potro en caballo se convirtió: Fuerte, elegante, poderoso, valiente, aunque domado y acostumbrado a la rienda, su carácter no cambió, siguió disfrutando de la libertad, de poder correr y retozar por el campo. Era feliz, y yo también al verlo disfrutar y entregarse con esa energía a la vida.
En esos días alguien me explico: “con la estampa de ese animal es un desperdicio no enseñarlo en el arte de la alta escuela.” Orgulloso otra vez de mi caballo, con la ilusión y la vanidad de poder un día pasear en un animal que pudiera saber andar con esa elegancia, me llevaron a educarlo a la alta escuela. Aprendió bien los pasos, rápido los dominó. Y no es porque fuera mi caballo, pero inteligencia no le faltó.
Mi caballo se veía hermoso, realizando esos hermosos pasos artificiales, que finalmente le quitaron el gusto por galopar y retozar por el campo; él no era muy feliz, pero yo estaba orgulloso de mi caballo, y eso era lo importante.
Con el tiempo alguien declaró: “es penoso que un caballo tan hermoso, valiente y que domina la alta escuela sea usado sólo para pasear. Ese caballo es para rejonear.” Qué más orgullo podría sentir yo de mi caballo que tuviera todas esas cualidades y lograra cosas que otros no.
Entonces ambos nos dedicamos a aprender el difícil arte del rejoneo. Con las cualidades de mi caballo todo fue fácil, y pronto estuvimos frente a la cara de los toros, donde mostramos lo que habíamos aprendido: enfrentarnos a otro animal sin ser lastimados, mientras jugábamos y agredíamos al otro.
No tardamos mucho mi caballo y yo en darnos cuenta que estábamos expuestos y también seríamos lastimados. Al principio ese daño sólo sirvió para picar nuestro orgullo, buscar regresar y cobrar ese daño, causando más daño. En esos días mi caballo ya casi no corría, y cuando lo hacía era como respuesta al fuete y las espuelas. Pero un día rejoneando la herida recibida por mi caballo y el dolor que ambos sentíamos me sirvió para tomar una decisión después de darme cuenta de algunas cosas.
En esos días me di cuenta que el desperdicio del que todos habían hablado a lo largo de los años, era realmente envidia de ver cómo mi caballo era feliz corriendo y retozando.
Sé que mi caballo es hermoso, inteligente, sensible, fuerte, valiente y con bonita estampa, que ha aprendido muchas cosas, como que es vulnerable, al igual que yo, y sé que no es un desperdicio dejarlo vivir retozando y corriendo por el campo, sin rienda ni jinete, unas veces simplemente por el gusto de hacerlo, otras buscando solamente otro caballo que quiera correr con él, y acompañarlo en su carrera aunque sea por un momento.
Y ya que eso nos hace felices a los dos, decidí dejarlo otra vez hacer solamente eso, lo que le gusta y hace feliz. Por cierto, he hablado mucho de mi caballo y no he mencionado cómo se llama. Se llama: Mi Corazón.